viernes, 1 de febrero de 2013

LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR Y LAS VELAS DE LA CANDELARIA Rafael E. Paredes L. rafaelparedes1843@hotmail.com
Llega el 2 de febrero, y con él la hora oportuna para quitar el Pesebre. En este día la Iglesia celebra la Presentación del Señor, fiesta celebrada desde el siglo IV en Jerusalén y con un énfasis totalmente cristológico. Más adelante, hacia el siglo VI, la Iglesia occidental comenzó también a celebrarla pero con un énfasis un poco más mariológico, porque también incluía aquí el aspecto de la Purificación de la Bienaventurada Virgen María. En esta fiesta se lee el texto de Lc 2, 22-40, relato que narra la Presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén. Encontramos aquí cuatro personajes: 2 mujeres y 2 hombres. María y José, los padres del niño, quienes han escuchado la Palabra de Dios y la han guardado, la han puesto por obra ahora llevan a consagrar a su primogénito a Dios llevando al Templo la ofrenda que le correspondía a los más pobres, un par de tórtolas. Además nos encontramos con Ana, una profetisa viuda que no se apartaba del Templo para servir a Dios. Y nos topamos con un último personaje: Simeón, hombre justo y piadoso que ha esperado en la Palabra de Dios toda su vida y sabía que no iba a morir hasta conocer al Mesías. Quizá Simeón esperaba que un buen día se iba a tropezar con un gran hombre, imponente y fuerte, quien se presentaría como el Salvador de Israel, el Mesías, pero fue atento a la voz de Dios y reconoció a un pequeño Niño que habría de ser Luz de las Naciones. Lo tomó en sus brazos y en ese instante supo que ahora sí podía morir en paz porque en sus manos y con él estaba su Salvador. De forma totalmente sensible experimentó la grandeza de Dios en su vida; creyó en Dios siempre pero ahora su fe encontró la manifestación de aquel que esperaba, de aquel en quien confiaba. Desde antiguo, el 2 de febrero en la celebración de la Presentación del Señor, los fieles de Roma llevaban ante el Papa una vela para que éste las bendijera y que representara para ellos la Luz de Cristo, que, como dijo Simeón, es “luz para alumbrar a las naciones y gloria de Israel” (Lc 2,32). De hecho, en la liturgia de este día se incluye la bendición de este sacramental y se pide a Dios que santifique esos cirios y acepte los deseos del pueblo, para que llevándolos encendidos en sus manos puedan caminar por la senda del bien y así llegar a la luz eterna. De esta manera, el cirio de cada fiel se convierte en el testimonio de su propia fe en Cristo que es su Luz para caminar en esta vida y ser conducido a la gloria de la Resurrección. Este mismo 2 de febrero, los españoles canarios y toda América celebra a María Santísima como “Nuestra Señora de Candelaria” y en torno a la fiesta de esta advocación surgió una piadosa tradición popular de nuestros días de encender la “Vela de la Candelaria” en el momento en que una persona está agonizando. Así algunos han denominado a esta peculiar vela, amarilla con rojo, la “Vela del Alma”, porque conduce al hombre hacia Dios, lo acompaña en sus últimos momentos de vida. Simeón decía: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz porque mis ojos han visto a tu Salvador…” (Lc 2, 29-30), y ahora se puede invitar a los que acompañan al moribundo y a él mismo a recitar esas palabras y orar para que Dios lo reciba en sus brazos misericordiosos. Por la fe puede sujetar al Salvador en sus brazos como lo hizo en aquellos tiempos Simeón y estar seguro de que descansa en Dios y de que el paso que está a punto de dar está acompañado por el Señor de la Historia. Hay que perfilar el significado cristológico de muchas de nuestras manifestaciones religiosas. Si todas ellas tuvieran su correcto asidero en la Sagrada Escritura muchos serían los que tuvieran una fe más madura, consciente y plenamente manifestada a través de toda la religiosidad popular. Sigamos caminando en la fe de la mano de María, ella nos enseña el camino: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5).

martes, 24 de noviembre de 2009

ESPIRITUALIDAD MISIONERA EN LA ENCÍCLICA REDEMPTORIS MISSIO

Dejarse guiar por el Espíritu
La palabra “espiritualidad” encuentra su sentido más completo cuando se la relaciona a la palabra “espíritu”, que es su misma raíz; espiritualidad viene de espíritu.

Comunión íntima con Cristo, testimonio personal y comunitario, amor a la Iglesia, compromiso al servicio del Reino son realidades de las que se habla mucho en la encíclica Redemptoris Missio y que tienen que ver con la espiritualidad. Tienen que ver con el Espíritu, que es el protagonista de la misión, el inspirador de toda vida cristiana auténtica, de toda vida misionera comprometida.

Sólo el Espíritu puede hacernos a nosotros, como hizo a los Apóstoles “testigos valientes de Cristo y preclaros anunciadores de su palabra; Él nos conducirá por los caminos arduos y nuevos de la misión” (No. 87).

Espiritualidad específica
La espiritualidad misionera exige una espiritualidad específica, particularmente necesaria a los que tienen propiamente la vocación misionera, aunque no solamente a ellos.

El misionero necesita motivaciones profundas para enfrentar la radicalidad del compromiso, las incertidumbres, el frecuente rechazo, la falta de frutos apostólicos, etc.

Sólo una profunda espiritualidad le ayudará a mantener viva y eficiente su generosidad y su entrega.

La misma exigencia, sin embargo, la tienen también todos los cristianos que quieren tomar en serio su compromiso misionero.

A este compromiso de todos los bautizados empuja la Redemptoris Missio, ya que la evangelización del mundo no cristiano se hace siempre más urgente.

La nueva época misionera de la que habla el Papa se hará realidad sólo si todos los cristianos (no únicamente los misioneros) responden “con generosas y santidad a las exigencias y desafíos de nuestro tiempo” (No. 92).

“La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión” (No. 90). “Es necesario suscitar un nuevo anhelo de santidad entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana, particularmente entre aquellos que son los colaboradores más íntimos de los misioneros” (No. 90).

La Iglesia no necesita sólo un mayor número de misioneros, sino también de misioneros que vivan una espiritualidad muy profunda: valientes y fervorosos en el compromiso, enamorados de Cristo y su Evangelio hasta querer darlos a conocer a todo el mundo.

La Redemptoris missio no sólo confirma la necesidad de la espiritualidad en el compromiso misionero, sino que también indica las líneas fundamentales de esta espiritualidad:

• Cristo, fundamento de la misión;
• El Espíritu Santo, protagonista de la misión;
• La Iglesia, depositaria de la misión;
• La Humanidad, sujeto de la misión.

viernes, 1 de agosto de 2008

lunes, 21 de julio de 2008

viernes, 4 de julio de 2008

CATÓLICOS HACIENDO MÚSICA

Ay de mí si no anuncio el Evangelio


Quisiera colocar 2 fragmentos de la Carta Encíclica Redemptoris Missio del Santo Padre Juan Pablo II:


“La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse… Una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio. Es el Espíritu Santo quien impulsa a anunciar las grandes obras de Dios: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9, 16)”

“La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!”


ESPIRITUALIDAD DEL MISIONERO



Los misioneros ponen el fundamento de todo su empeño y trabajo apostólicos en cinco grandes amores: Jesucristo, María, la Iglesia, el Papa y los Pastores y las almas. Estos grandes amores, vividos con autenticidad, constituyen las líneas fundamentales de la predicación y del apostolado de los misioneros.

Los misioneros hacen de Jesucristo el centro e ideal de su vida, el modelo en el que tienen que transformarse y la meta de su realización humana y cristiana. Para los misioneros el amor a Cristo consiste fundamentalmente en la amistad con Él, en el cumplimiento de sus mandatos y en la vivencia fiel del Evangelio sin glosa, muy especialmente en todo lo que hace referencia a la caridad fraterna y al mandato misionero «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio» (Mc. 16,15).

Los misioneros aman a la Santísima Virgen con un amor tierno y filial, imitándola en sus virtudes, especialmente en la caridad, la humildad, la pureza y la obediencia, encomendándole el fervor y la perseverancia en su esfuerzo de santificación e invocando su ayuda como Madre. Manifiestan su amor y devoción a María mediante la práctica de algunos actos de piedad, que les ayudan a irse conformando cada día más con sus virtudes. Acuden con confianza a María, encomendándole todos los asuntos y necesidades, y muy especialmente la propagación del mensaje evangélico.

Los misioneros aman con devoción y respeto filial al Papa, prestando con fe, total acatamiento y obediencia amorosa a sus disposiciones y mandatos, como venidos del mismo Jesucristo. Veneran con espíritu de fe a los Obispos que enseñan en comunión con el Romano Pontífice, como a los Sucesores de los Apóstoles.

Los misioneros aman apasionadamente a la Iglesia, continuadora de la misión de Cristo y principio de su Reino en la tierra. Por ello, dedican lo mejor de sí mismos y hacen rendir sus talentos con eficacia, de modo que a través de su apostolado Jesucristo sea conocido y amado por el mayor número posible de almas.

Los misioneros, valorando el amor que Cristo tiene por cada alma, no ahorran ningún esfuerzo ni sacrificio con tal de ganarlas para el Reino, estando dispuestos a dar la vida por la salvación de una sola alma.